Prófugas de la novela, negras sobre cielo
rojo, ellas aparecen merced al amanecer en el Pacífico: las costas de Upolu, la
isla principal de las Samoa. Dos días después de zarpar de Niue, Tara descubre
los relieves ásperos donde flotan el fantasma de un gigante de la literatura:
Robert Louis Stevenson, autor de “La Isla del tesoro”.
En 1890, navegando en el Pacífico rumbo a
Hawái, buscando un clima más benévolo para con sus frágiles pulmones, Stevenson
tuvo esta misma visión antes de decidir establecerse en las Samoa, junto a su
familia.
Allí vivirá los últimos 4 años de su corta
vida. Cuando emprende la construcción de su propiedad de Valimia, al pie del
monte Vaea, ya es un autor mundialmente afamado, pero un total desconocido para los habitantes de la isla.
Nacido en Edimburgo en 1850, el novelista
adolece de una salud frágil que le impide dedicarse a la herencia industrial
familiar, de unos fabricantes de faros, para dedicarse a la escritura.
Después de haber recorrido el macizo de
las Cévennes (Francia) caminando junto a su burro, él conoce el éxito con su
primera novela “La isla del tesoro”, que asienta su estatus de escritor
popular. Siguen “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde “ y “El
señor de Ballantrae”, novelas en las cuales el autor explora el alma humana a
la luz de sus potentes visiones. Él decide formar su vida a 15,000 km de su
Escocia natal, legando a la Samoa un tesoro cultural.
A su llegada a la Samoa, Stevenson se
integra rápidamente a la defensa de los isleños atrapados entre los conflictos
coloniales que oponen a ingleses, alemanes y americanos. Esta empatía con la
población induce a los lugareños a apodarle
“Tusitala“, “El que cuenta historias”. Stevenson no habla todavía el
idioma samoano, pero los habitantes han notado su rebosante imaginación que
irriga las leyendas del Pacífico, para embarcarse en nuevos proyectos
literarios, no todos conclusos.
Su casa parece haber resistido a los
ciclones y al tiempo. Construida en madera por un arquitecto australiano, la
casa fue, durante un largo tiempo, la construcción más grande de la isla.
Bigotes colgando, cara demacrada, mirada enfebrecida: en las fotografías que
adornan las paredes de la casa transformada en museo, Stevenson parece un
personaje de novela. En su escritorio, frente a una chimenea improbable en estas
latitudes, Margaret Silva, la curadora del museo, recuenta la historia del
autor quien escribió algunas páginas de la historia de esta isla “Robert Louis
Stevenson hizo mucho por nuestro país y se implicó en la política local. Ayudó
a nuestros fundadores a conquistar la independencia y estuvo a punto de ser
deportado por motivo de su compromiso. Fue el primer europeo que visitó las
cárceles para repartir alimento, ropa y cigarrillos. Son unas de las razones
por las cuales los samoanos le tienen tanto afecto”.
El 3 de diciembre 1894, Stevenson se
derrumba sobre el suelo de la sala principal de su casa, víctima de una
hemorragia cerebral. El médico no tiene tiempo para acudir desde Apia.
Contrario a la tradición samoana que dicta que los seres queridos sean sepultados
cerca de las casas, el autor había pedido ser inhumado “bajo el inmenso y
estrellado cielo”, a la cresta del monte Vaea.
El abrupto sendero que llega a la cumbre
cuenta por sí mismo el apego de los samoanos por Tusitala. Bautizado “el camino
de los corazones amantes”, el sendero fue trazado en la selva por los
habitantes de la isla, gracias a los esfuerzos colosales para transportar el
ataúd de Stevenson. A la luz de antorchas 200 hombres escalaron la montaña para
llevar el escritor hacia su última morada. Nunca se había celebrado de tal
forma un extranjero en la isla. El ritual funerario fue el de un entierro real,
y el cuerpo depositado en un lecho de coral cercado por piedras volcánicas.
“Antes de morir, Robert Louis Stevenson
expresó dos voluntades: la primera, ser sepultado en la cresta de la montaña;
La segunda, que le dejaran puestas su botas. Cuando los samoanos le peguntaron
por qué, él explicó que sus botas eran las que le permitieron recorrer la isla
y que las quería llevar con él. Quería morirse con el pueblo de Samoa”.
Después de una ardua hora de caminata bajo
un sol de plomo, el visitante llega a una tumba blanca, sencilla, que domina la
bahía de Apia. En una placa de bronce, se ha grabado el epitafio compuesto por
el propio Stevenson en 1884, a modo de últimas palabras:
“Bajo el inmenso
y estrellado cielo
Cavad mi fosa y
dejadme yacer.
Alegre he vivido
y alegre muero
Pero al caer
quiero haceros un ruego.
Que pongáis sobre
mi tumba este verso.
Aquí yace donde
quiso yacer
De vuelta del mar
está el marinero
De vuelta del
monte está el cazador".
Pierre de Parscau