Una isla desierta, alejada de todo como lo
es Ducie Island, eso siempre ejerce fascinación. Divisar su litoral después de
días de navegación, anclar frente a sus playas y oler las fragancias de la
tierra… Pero para apreciar plenamente el carácter de una isla, no hay nada
mejor que pernoctar en ella.
Después de 3 días en los alrededores de Ducie
Island, el programa científico de muestreo llega a su fin. Posiblemente, nunca
volveremos aquí. El pequeño archipiélago es tan aislado que no se viene aquí
por azar.
Ducie es un delgado arco de tierra, de 2 km de largo y de un centenar de metros de
ancho. Una inmensa plataforma de coral y algunos islotes cierran el arco. Según
los escasos y poco precisos mapas de la isla,
existe un paso para entrar en el atolón. Pero sin conocer los horarios de las
mareas y a la vista de las enormes olas que se estrellan sobre el arrecife que
rodea la isla, la opción de desembarcar desde la lancha anexa de Tara ha sido
descartada. Para no tener remordimiento
intento una última opción.
Después del almuerzo, me equipo de una “touk”,
un bidón de plástico a prueba de agua. En ella, coloco una hamaca, ropa
caliente, una cámara, un pain d'épices (pan de especias), algunas herramientas
básicas como cuerda, una pirita (piedra para encender un fuego), navaja… Agrego
cantimploras de agua dulce y una lona plástica. Vestido con un traje de buceo,
me subo en uno de los anexos inflables.
Monch me lleva del otro lado de la isla donde las olas se ven menos fuertes.
A unos 50metros de la orilla, frente al arrecife, me tiro a nadar hasta la
playa, empujando mi touk. Observo el fondo cubierto de corales. No hay roca, no
hay arena, solo corales.
Finalmente, piso la playa que en realidad
es una masa de trozos de corales. Un último saludo a Monch, y el inflable se aleja. Estoy realmente solo
en esta isla desierta. Después de dejar mi equipaje a la sombra y haberme quitado
el traje de buzo, inicio la exploración
de la isla, siguiendo la orilla. Estamos a cientos de kilómetros de cualquier
tierra habitada, pero las playas están cubiertas de desechos traídos por la
corriente: botellas, plásticos, boyas,
cuerdas…
A pesar de eso, la vida florece; Además de los cangrejo-ermitaños (Pagurus bernhardus ), abundan las aves
en tierra y en el aire: Fregata, alcatraz enmascarado (Sula dactylatra), Pétrel
de Murphy (Pterodroma ultima), charrán blanco pequeño (Gygis alba microrhyncha)…
A la sombra de los frágiles arbustos, hay
una avecilla. Es un Petrel de Murphy: el 90% de la población mundial de esta
especie anidaría aquí. Saco un gran número
de fotos, en particular de plantas. El Consejo de las islas Pitcairn que consta
de 6 de los 50 habitantes del archipiélago, nos ha pedido especialmente
fotografiar la flora de Ducie, si lográbamos ir a tierra. Misión cumplida.
Hasta para ellos, las riquezas naturales de esta isla siguen siendo
desconocidas. Otro pedido viene del equipo de buzos de Tara: filmar debajo de
la superficie de la laguna. Todo el mundo desea saber a qué se parecen los
fondos.
Después de recuperar mi equipo de buceo, me preparo para cruzar la
delgada banda vegetal para sumergirme en la laguna del otro lado. La tarea se revela más
complicada de lo previsto, debido al entrelazado de ramas. Cuidando de no pisar un huevo o una avecilla,
me tardo más de 15 minutos para cruzar, con una brújula, los 100 metros de
vegetación. A la orilla de la laguna, descubro una playa gris, de corales
petrificados por el sol. Ya veo una
decena de tiburones. Los escuálidos no
pasan de los 2 metros, pero su gran número y su curiosidad, al límite de la
agresividad, no dejan de inquietarme.
A pocos metros, diviso individuos de mayor
tamaño. Decido no aventurarme muy lejos en la laguna. Tal vez esos tiburones nunca
hayan visto un humano. No tengo idea de su reacción. A los 15 minutos, me
devuelvo. Los tiburones se hacen más numerosos. Se me acercan cada vez más, tan
pronto como les doy la espalda.
La luz del día se está apagando, me
apresuro en cruzar de nuevo la vegetación para recuperar mis pertenencias cerca
de la playa. Encuentro el espacio lo suficientemente libre entre arbustos, con
ramas solidas, para colgar mi hamaca y una lona plástica para protegerme de la
lluvia. Termino de armar mi campamento al anochecer. Una vez caída la noche, debajo
de una fina lluvia y con mi luz frontal, pruebo algo de comida bajo una luna
llena, acompañado por los gritos de miles de aves.
La noche es corta y sobretodo fresca.
Despierto casi a cada hora, unas veces por las aves que se pelean debajo de mi hamaca, y otras, para averiguar
que mi andamiaje se mantiene. La lona se bate bajo las ráfagas de viento.
Al amanecer, quisiera cerrar los ojos unos
minutos más, mientras toda la población de aves festeja la salida del sol.
Enciendo una fogata en la playa para calentarme. Frente a una decena de
alcatraces enmascarados que me miran sorprendidos, saboreo mi pain d'épices frente a las llamas. Contemplo la salida del
sol. Disfruto plenamente de mi privilegio: por espacio de una noche, fui el
único habitante humano de Ducie Island.
Yann Chavance