S.d'Orgeval/Tara Expeditions
Tara dejó Guayaquil el jueves por la mañana. Una vez en alta mar, un punto en la mira: 2° Sur, 84°35' Oeste. Fueron las instrucciones de Gaby Gorsky, científico en jefe a bordo hasta Guayaquil, para completar el estudio del sistema ecuatoriano con una tercera estación de muestreo. Hemos dejado el continente desde hace tres días. A nuestro alrededor el horizonte es puro mar, mires donde mires. Ningún punto de referencia en esta superficie movida. Los números del GPS son las únicas afirmaciones de nuestra posición exacta. El sábado a las 7:00, estamos en el lugar. Empiezan dos días de muestreo en el sector. Si bien nos mantenemos en el barco con la cabeza fuera del agua, los instrumentos, ellos sí, se sumergen unas veinte veces.
Velas abajo, sin motores, se sumergen los diferentes dispositivos acorde la programación hecha por el actual jefe científico Nigel Grimsley. El ingeniero oceanógrafo Marc Picheral está recién embarcado en la última escala, pero no necesita ambientación: él había dejado Tara hace apenas 2 meses y conoce los instrumentos como la palma de su mano. Incluso el ha concebido algunos de ellos.
La joven ingeniera Celine Marinesque está en Tara por primera vez. Su dominio del material, lo debe a su experiencia en el Tetis II, un barco oceanográfico en Francia. Pero en el velero “las operaciones son algo mas deportivas”.
Involucrado en el proyecto Tara Oceans desde el principio, Hiro Ogata vive su “bautismo de estación” con una sonrisa radiante. "Después de 15 años de trabajo frente a la computadora, ¡por fin estoy en un barco!" Su entusiasmo revela de paso que el también vive desde hace tres días su primer embarque, sin una onza de malestar.
Después de 4 horas de despliegue de redes y roseta durante las cuales el barco va a la deriva, ya es momento de arrancar el motor y volver al punto de origen. Empujados por el viento hemos recorrido 8 millas hacia el norte. Nos tardamos 1 hora y media para regresar y volver a trabajar en la misma zona. Esta pausa permite que los científicos descansen y que Celine, la chef, toque la campana para el almuerzo.
Una pausa también para contemplar las aguas. A lo largo del día el mar se viste de una gama de colores intensos y parece cambiar de consistencia a la luz de un sol versátil, oculto por las nubes. Bajo cielos tapados, olas pesadas levantan el barco de popa a proa y propagan una onda gris y oscura sobre toda la extensión del océano. Luego, gradualmente, a finales de la tarde cuando las nubes permiten que los rayos dibujen sombras en la cubierta, el sol calienta el barco, el mar espeso y rudo se vuelve ligero y brillante.
Antes del final de la estación un cuarto muestreo a la mayor profundidad posible se añade a los tres habituales para medir la acidez del agua en estos fondos, donde la erosión es muy peculiar. Desfilan 1900 metros de cable. Pero el viento sopla y las olas crecen. El cable no baja en posición vertical y se extiende detrás de nosotros. ¿A qué profundidad llegara realmente la roseta? La recolección de una parte del agua atrapada en las botellas subidas desde las profundidades se hace al anochecer: de rodillas a los pies del instrumento, Nigel, Sophie y Celine recogen el preciado líquido.
Antes de la última sumersión, alrededor de la cena, se multiplican las apuestas: Marc espera el veredicto de su computadora para conocer la profundidad lograda por la roseta y ha lanzado un concurso. 1700 metros para los más optimistas, 1100 metros para otros. Cae la cifra: prevalece la ley de los promedios: 1 475 metros.
Mientras tanto Loïc sopla 33 velas, pero la edad del capitán no afecta los cálculos. Estas últimas mediciones clausuran el fin de semana, la noche ya avanzada, a la luz de las halógenas.
Sibylle d’Orgeval