Después de
abandonar el sitio de estudio de la acidificación, nos adentramos más en el
territorio de Papúa, navegando durante la noche hacia el noreste, hasta el
atolón de Egum. Debemos someternos nuevamente a un recibimiento tradicional, la
“costumbre”, que se lleva a cabo en la isla de Yanaba, en medio de chozas
tradicionales sobre postes que miran hacia la laguna. Estas “costumbres”, que
son indispensables para continuar nuestro muestreo, nos recuerdan la necesidad
de tomarse el tiempo para escucharnos y hablarnos, unos a otros. Esta vez, nos
tomará cuatro horas.
Llegamos
temprano esta mañana en el pequeño y poco profundo desfiladero del atolón de
Egum. Nicolas Bin, el segundo, sube en el mástil para señalar los arrecifes.
Esta zona no ha sido hidrografiada todavía, no existen mapas náuticos. Anclamos
frente al pueblo de la isla de Yanaba.
Una canoa
con vela bien establecida, maniobrada con destreza, se acerca. Es el jefe
tradicional, Andrew, un hombre maduro con mirada chispeante. Él nos invita a
unirnos a su comunidad, después del servicio religioso dominical, para explicar
nuestra visita al atolón.
A
principios de tarde, Loïc, Vincent, Joern, Cristoph y, por supuesto, Alfred
Yohang Ko'ou, nuestro observador científico
papú, y yo, aterrizamos en la playa.
Pasamos dos
horas esperando a la sombra de la cabaña del jefe tribal, que la comunidad se reúna junto a sus
personeros: el jefe del consejo, el director de la escuela, el magistrado. Los
niños aprovechan la espera para curiosear, preguntar, y así crear lazos de
confianza.
Orador
experimentado, tranquilo y relajado, Alfred puede entonces exponer los
propósitos de Tara Pacific y el trabajo que proyectamos aquí.
Alrededor
de 500 personas viven en autarquía en las dos islas habitadas del atolón.
Ciento veinte niños asisten a la escuela. No hay enlaces regulares a las "grandes"
islas cercanas. Dependen de sus canoas con pequeñas velas y cuerdas hechas de
materiales totalmente naturales. Estos isleños son excelentes marineros. Para
llegar a la capital de la provincia, Alotau, navegan durante dos días.
El consejo delibera y nos permite tomar
muestras de corales en sus aguas, después de negociar las tarifas de tal
autorización.
Visitamos
luego este pueblo muy bien ordenado y mantenido frente a la playa. En la
escuela, ofrecemos algunos útiles y las revistas de Tara Junior a los maestros.
Las únicas
dos chozas en ruinas cercanas son la clínica médica y la oficina de correos,
cerradas desde hace diez años... ¿Dónde está el Estado?
Estas
personas son tan cercanas, y tan aisladas a la vez; sin energía eléctrica, un
panel solar y una batería de vez en cuando. Sin radiocomunicación, sin enlace
satelital, sin internet. Un motor fuera de borda de 30 HP, que solo funciona en
reversa, guardado bajo candado en una cabaña. Los plásticos (boyas, envases...)
que trae el mar, se utilizan nuevamente para otros fines. Nada se pierde, todo
se transforma.
Los últimos
extranjeros en visitarlos fueron dos antropólogos australianos que pasaron dos
meses con ellos, hace más de un año. Muy raras veces pasan barcos por aquí.
Sin
embargo, los habitantes se atreven a esperar que, algún día, unos turistas los
visiten y que así puedan crear algo de actividad económica.
Mi
sensación es mixta: no puedo evitar pensar que estas personas viven en un
pequeño paraíso. Pero las heridas agudas e infectadas que estos jóvenes nos
muestran al pedirnos medicamentos, me
recuerdan la dura realidad.
Tan pronto
como se otorga la autorización, Jon, Becky, Grace y los dos Guillaume, se
lanzan, en avanzada, en uno de nuestros dos anexos, para ubicar el lugar de
nuestro próximo muestreo.
Mañana,
alrededor de las 5:30 zarparemos para acercarnos a esta nueva área de estudio.
Simon
Rigal, capitán de Tara