Después de doblar
el Raz Blanchard contra las corrientes, escoltado por escuadrillas de
alcatraces comunes, Tara pernocta en un extraño mar planchado, con el único
suceso del encuentro entre la proa y una nasa de pescador. El amanecer es un
levantar de telón, la desembocadura del Sena todavía ahogada en la neblina.
Tara se hace pequeño al cruzar petroleros de 110 metros en la boca del puerto
del comercio. El alba en Le Havre cobra matices de estampa. Al encuentro entre
mar y río, la corriente arrecia hasta alcanzar 2,5 nudos; Therese y Brigitte,
nuestros dos motores, deben correr a
1200 revoluciones para ganar la lucha.
Al adentrarnos en
el embudo del río, resulta irresistible subir al mástil para contemplar la
línea del puente de Normandía. Tres de los pasantes de la base parisina de
Tara, embarcadas en Roscoff, se turnan en las barras altas del mástil para disfrutar del
espectáculo, colgadas a 25 metros de altura. El azul marino se hace verde
tierno, los cantiles de Cotantin dejan lugar a relieves calcáreos. Un telón de
fondo bucólico para el placer de nuestro casco de aluminio deslizándose en agua
dulce. Progresamos hacia Rouen, queriendo respetar el horario de paso debajo
del puente Gustave Flaubert, previsto antes de la noche. Los meandros del Sena favorecen
los encuentros y saludos desde las riveras por ciclistas y peatones, quienes
notan nuestra extraña diferencia de las barcazas.
Tara atracará en
los muelles del centro-ciudad, mezclando sus dos mástiles anaranjados a los 100
campanarios erectos en el cielo de Rouen. La tripulación aprovechará el ocaso
para explorar la ciudad antes de un día en el cual esperamos cientos de
visitantes.
Pierre de Parscau